A setenta y cuatro años de la publicación del Primer Manifiesto Surrealista estamos ante un aspecto revitalizador de este Movimiento artístico: las circunvalaciones de las imágenes que crea Catalina Chervin han encontrado caminos conscientes e inconscientes, coetáneos, muy propios de Argentina a la par que de comprensión universal. Este país de escasísima vida indígena, con pocos elementos de identidad, con los ojos siempre puestos en Europa, recibe el aluvión de una correntina –de padres y abuelos rusos–. Toda su obra es elegante; lo es hasta en el detalle de una diminuta mancha. Sus obras son surrealistas semifigurativas, aluden a retratos de mujer –ocasionalmente de hombre–, son imágenes que desnudan la entretejida unión de los visceral con lo espiritual. Más que obras de un tema o de varios temas afines son fisuras de la tierra y memorias de sufrimientos universales; son partos freudianos.
Los dibujos de Chervin no están planeados ni están abocetados. Cada uno de ellos es un proceso de entrega en el terreno del automatismo. Con dedicación, la artista se ha permitido entrar en mundos interiores con los relatos de la emoción; a la par acaricia la corteza de su árbol genealógico, se sorprende a sí misma frente a huellas desconocidas de la historia y dibuja lo que le dictan las sensaciones. A un año de haber trabajado en Nueva York, en una breve residencia de artistas para la que fuera seleccionada, Catalina Chervin ha cuajado algo que algunos buenos artistas buscan y sólo vislumbran unos pocos: concebir una estética propia que manifieste elementos de identidad, sin pintoresquismo, desarrollando un lenguaje de comprensión universal.
En la producción más reciente –entre la primera y segunda visita a su taller, en Buenos Aires, en agosto de 1997 y en marzo de 1998–, se agolpa algo diferente. Me impresionarosn con una “carga” subliminal que no podía detectar; parecía lo que se define como “atmósfera” de una obra pero había algo más, obstinadamente discreto y único. Reinicié el análisis –el todo y las partes, los ritmos, los tonos, la entrada de un cuarto color y sus correspondientes aguadas tonales–, todo era legible. Era definitivo que lo discordante y singular no era el tono rojizo ue dialogaba con el blanco, el negro y el gris, sino las texturas y los gestos plásticos. Una minúscula mancha en una obra y una huella digital en otra dieron la clave: los rojizos son exhudado sanguíneo. A partir de allí galoparon un torrente de asociaciones... textil, piel de baja, cuero, humedad, sangre, textil, piel de vaca, sacrificio, vida, muerte, maternidad, tortura, menstruación, mujer, hombre, animal. Huellas... La historia argentina.
Nueva York, abril de 1998 |