Al hablar sobre la obra de Catalina Chervin, las referencias a la oscuridad y a la
tragedia desbordan.
Los textos que la describen están plagados de certeras yuxtaposiciones así como de contradicciones inevitables que se refieren, de manera directa, a los aspectos formales y emocionales del trabajo.
Frases tales como “líneas precisas y etapas accidentales”, “la calibración” de derrames y manchas, “límites y certezas en disolución”, así como los sueños se desdibujan frente a la realidad, parecen condimentar los escritos sobre la artista. Sin embargo, la descripción de materiales y métodos que emplea para su trabajo singular parecen olvidar un elemento fundamental de su técnica: el de atacar, perturbar e incluso llegar a destruir el soporte papel sobre el que dibuja. Y aquí regresa la contradicción. A través de la obsesiva exquisitez de su factura y de la herida que inflige al soporte papel, Chervin crea mundos inquietantes para que los espectadores entren y se aventuren.
Sus pinturas no son ni puramente abstractas ni mucho menos representativas: su imaginería resulta tanto alusiva como elusiva. Sus trabajos se encuentran en un terreno neutro y a-posicional, solo perturbados por técnicas destructivas que han ofrecido estrategias estéticas a los artistas y que se enlazan con mecanismos para lidiar con las emociones como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y El Holocausto (1).
Los mundos que inventa Chervin en su obra gráfica claramente resultan tanto fuertes como vulnerables, obsesivos como punzantes. Quizás las yuxtaposiciones y contradicciones relacionadas con su obra permitan explicar la curiosa dualidad que se da entre la artista y los temas de su arte, que he podido percibir a lo largo de más de veinte años de amistad profesional. Siempre he considerado a Chervin como una persona intelectual y psicológicamente sensata. Es una mujer de mundo y de finura personal. La persona con la que me relaciono contrasta fuertemente con los intensos y oscuros mundos que crea, así como con el desgaste físico que su realización implica.
En una reciente conversación pregunté a Catalina acerca de estas cuestiones, al observar detenidamente un grupo de imágenes. Entre ambos tratamos de dilucidar de qué manera el proceso creativo de su arte se relaciona con su propia lucha referida a las cuestiones personales, familiares, nacionales y globales, tanto heredadas como internalizadas. Cada uno se esforzó por encontrar un término apropiado para describir la trilogía emocional entre el proceso artístico, el producto final y la carga artística personal. Y juntos encontramos una palabra, una idea, la de CATARSIS.
Este término, de liberación y purga y me atrevo a sugerir de exorcismo, explica de manera apta la otra dicotomía entre la intensidad del método de trabajo de Catalina Chervin y el balance y gracia de su persona que he llegado a conocer.
(1) Ver Kerry Brougher, Russell Ferguson, y DariáLo Gaboni, Damage Control: Art and Destruction Since 1950
(Washington DC: HirshhornMuseum and Sculpture Garden; Munich: Del Monico, Prestel, 2013)
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Norman L. Kleeblatt es un curador independiente, crítico y consultor. En 2017 renuncia a su puesto de curador en jefe del Jewish Museum en la ciudad de Nueva York luego de 40 años de ininterrumpida labor.
En la actualidad es el co-presidente de la sección norteamericana de la Asociación Internacional de Críticos de arte ( AICA-USA) y secretario del directorio del Vera List Center para el Arte y la Política en la New School. |
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