Catalina Chervin y el Grotesque de lo Cotidiano

Edward J. Sullivan. Decano de Humanidades
y Profesor de Arte en la Universidad de Nueva York

La experiencia de la existencia urbana se compone de una serie de encuentros incesantes; benévolos algunos, en tanto que otros nos sumen en la extrañeza y la perplejidad, transmitiéndonos sensaciones inquietantes que penetran en la mente y permanecen allí, creando singulares permutaciones a medida que van invadiendo nuestro inconsciente y nuestros sueños. Siempre encontré los dibujos de Catalina Chervin dotados de una calidad intensamente urbana, en la medida en que se presentan bajo el aspecto de destilaciones resultantes de la concentración de las vivencias diarias que sólo pueden expresarse en los grandes centros urbanos: Nueva York, París, Buenos Aires. Ello no significa que apunten a un sentido externo de la “realidad” cotidiana tal como se la describe convencionalmente; sin embargo, las imágenes ideadas por Chervin no dejan de ser intensamente “reales”. Son producto de decisiones concretas que han movido a esta talentosa artista a crear laberintos de líneas y diseños de figuras que, en ciertos casos, impresionan como abstractos, aunque la mayoría de estas obras constituyen refinamientos de finidos y premeditados de la experiencia. Las vivencias insinuadas por las formas y figuras de sus obras devienen más precisas cuanto más concentramos la mirada en los detalles menudos, minuciosos, que las conforman.

El corpus de la obra de Catalina Chervin se halla también profundamente enraizado en la historia del arte. Si bien se trata de un aporte indiscutiblemente original al género del dibujo contemporáneo –y, sin duda, se incluye en las corrientes contemporáneas realistas o cuasi-realistas de la creación de imágenes– se nutre de una mirada retrospectiva a algunas de las figuras menos recordadas de la historia del dibujo y la pintura. Evoca artistas que, a través de los tiempos, trajeron a la memoria los intersticios que dividen la realidad de la fantasía. No obstante, en ciertos casos, la contemplación de la obra de Catalina Chervin me recuerda a otros artistas profundamente comprometidos con la representación de la especificidad empírica absoluta. En 1543, Andreas Vesalius, médico del siglo XVI, publicó “De humani corporis fabrica (Acerca del funcionamiento del cuerpo humano), considerado el primer texto moderno de anatomía. En las extraordinarias ilustraciones –no muy alejadas de los dibujos de Leonardo Da Vinci sobre la anatomía humana– que acompañan dicho tratado, se encuentran las primeras imágenes visuales de Occidente que introducen al espectador dentro del cuerpo, revelándose detalles de los huesos, venas, músculos y cerebro. Para sus propios contemporáneos, las imágenes de Vesalius constituyeron una revelación, pues explicaban muchas verdades anatómicas que, hasta ese momento, habían parecido secretas e incomprendidas. Sin embargo, cuando observamos hoy las estampas de Vesalius, se nos antojan extrañas, hasta bizarras, como si se hallaran a medio camino entra la realidad y la fantasía. Más adelante, en los siglos XVIII y XIX, otros artistas (algunos de los cuales –Francisco de Goya, por ejemplo– se originaron en la tradición romántica de dar representación al grotesque) crearon pinturas, grabados, y dibujos que, mediante la sugestión de una perturbadora atmósfera de desasosiego, atrapan al espectador en su aura fascinante. Simbolistas visuales tales como Rodolphe Bresdin –maestro belga casi olvidado en nuestros días–, Gustave Moreau, otro artista brillante de fines de la era decimonónica, e inclusive el protoextpresionista James Ensor, apelaron a la  representación de lo “real” para estimular emociones ocultas y temores secretos que pueblan la mente de todo ser humano.

Lo que hace irresistible el arte de Catalina Chervin es la pureza de su virtuosismo, la belleza material que trasunta y, por sobre todo, el poder psicológico que ejerce en cualquier espectador que entre en contacto con la obra. Sus dibujos no deben ser objeto de una mirada pasajera: requieren de una concentración absoluta, así como de penetración visual. Cada centímetro de la superficie cubierta por cualquiera de sus dibujos actúa a modo de unión para alcanzar la totalidad. Debemos observar estos dibujos como si se tratara de pergaminos que no terminan de desenrollarse, no muy diferentes de las pinturas japonesas clásicas que desplegamos y analizamos pulgada a pulgada. A decir verdad, la delicadeza, la intensidad y la intencionalidad de cada trazo, de cada pincelada de Chervin, posee una cualidad sacramental, semejante a numerosas manifestaciones de la práctica artística proveniente del Asia.

Quizás suene contradictorio que recurra a las artes asiáticas contemplativas al escribir sobre los dibujos de Catalina Chervin. El neófito que se encuentra con su obra por primera vez tal vez experimente la sensación de enfrentarse con metáforas de situaciones caóticas y traumáticas. Las superficies (piel, huesos, cráneos) parecven desgajarse, fracturarse, estallando literalmente por efecto de una fuerza preternatural. Todo parece estar en movimiento dinámico, hasta violento. Y así es en verdad: muchas de las obras de Chervin contienen poderosas implicancias de terror, brutalidad y agresión. Aún así, la hostilidad inherente a estos dibujos no resulta del descontrol y, al mismo tiempo, representa el transcurso natural de los acontecimientos. La Naturaleza misma es violenta y contradictoria. Ese talento para retratar a un tiempo lo sosegado y lo perturbador es una de las características que se nos impone, obligándonos a detenernos en las obras. Sin embargo, sólo cuando nos esforzamos por analizarlas, penetrarlas y comprenderlas, llegamos a ver los estados de calma y meditación que les son inherentes. La artista de ha reconciliado con la naturaleza contradictoria del cuerpo, el mundo y el cosmos. La esencia de la obra de Catalina Chervin reside en la dicotomía; en la comprensión de que nada es estático, sino que las cosas sufren un constante devenir. El universo es un proceso continuo de creación y destrucción. El cuerpo humano representa, al mismo tiempo, tanto la permanencia como el deterioro. El dominio de la artista de los binarios esenciales de la existencia, junto con la representación que de ellos hace en sus dibujos, enérgica, seductora y técnicamente impecable, constituyen los elementos que nos impulsan a contemplar repetidamente la obra, pues cada nueva mirada nos hace sentir que la estamos viendo por primera vez.

 

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