Catalina Chervin empieza a trabajar sobre una hoja grande de papel con un Rotring Nº 1, trazando rayas cortitas y arabescos que forman la base de lo que va a dibujar después. Esos primeros rasgos son los hilos cruzados de una tela sobre los cuales va a ir entramando capas sucesivas de trazos cortos hasta lograr una atmósfera determinada y un equilibrio entre lo que busca y lo que encuentra.
Las obras se diferencian unas de otras por lo que va sucediendo a medida que trabaja. Chervin se deja llevar por el movimiento de su mano. Un trazo lleva a otro, sin que ella lo programe. De ese encuentro entre la artista y el trazo y la materia van surgiendo imágenes que, si bien su autoría es fácilmente reconocible, difieren entre sí. “Lo distinto del encuentro. Siempre me sorprende”, dice.
Chervin siente que el arte es una forma de reelaborar su infancia. La infancia de esa niña rodeada y aislada, a la vez, en su Corrientes natal, la cárcel verde, en la que disfrutó de la naturaleza y sufrió la incomprensión de su entorno, que veía su afición por el dibujo como una rebelión peligrosa al orden establecido. Esas limitaciones la marcaron para siempre, llevándola a internarse en su mundo interior, tratando de comprender la incomprensión. Sus dibujos son la historia de esa búsqueda.
Paralelamente a sus estudios de arte cursó medicina, siguiendo el ejemplo de su padre oculista, un hombre dedicado a su profesión. Abandonó la carrera de medicina en tercer año, para dedicarse exclusivamente a su trabajo de artista.
Sus primeros retratos, orgánicos y viscerales, son laberintos que la artista ha recorrido buscando la salida aun mundo más acogedor. Externalizan las tensiones internas, a la manera de Francis Bacon, reflejando las historias que el cuerpo cuenta antes de que la mente las comprenda. Dibujante obsesiva e introspectiva, crea universos sensibles en los que el hombre y la mujer, seres entrañables, desentrañan sus experiencias biológicas vitales intensificadas por sus necesidades espirituales.
En sus últimos trabajos el diseño es mucho más abierto. El dibujo se extiende vertical y horizontal, y si bien mantiene núcleos y senderos en lo que la artista repite en menor escala la vieja trama visceral entrelazada, el contexto es otro. Han cambiado el tono y las preocupaciones centrales. Inconcientemente la artista invade el territorio del soporte, sin delimitar un motivo específico. Los trazos de la trama llegan al borde del trabajo sin cerrarla. Sugieren un paisaje erótico que describe tanto la geografía del cuerpo como la geografía de la tierra.
junio de 2000 |