Nacida en Argentina en 1953, Catalina Chervin es una dibujante excepcional, la más importante entre las mujeres que se dedican a esta disciplina que conocí, una de las mejores en Latinoamérica. Por eso escribí este texto en el que se intenta, quien sabe si logradamente o no, evitar en todo lo posible el uso de términos frecuentes en la crítica de arte. Sucede que las imágenes elaboradas por esta autora proponen una intertextualidad distinta a la que puede establecerse entre el dibujo –la obra- y lo que se escribe desde ese odioso lugar que es la crítica de arte.
Hay un vacío, la expresión de un vacío que se llena de formas. ¿Qué son esas formas? ¿Órganos, pájaros, vísceras, monstruos de una zoología reinventada, fragmentos de un cuerpo humano destazado cuyas entrañas se vuelven a reunir para disimular que ese cuerpo ha sido mutilado, cortado en mil pedazos, devastado? Es todo eso junto, un tejido sinuoso de formas que se ensamblan amordazándose, devorándose como delicadas fieras al acecho, con una perfección que traspasa los límites de la crueldad. Porque es cruel, sutilmente cruel ese ordenamiento refinado, el terso acabado donde ninguna línea queda librada al azar, donde cada línea, cada forma, cada figura se engendra y engendra a otra simultáneamente hasta el infinito, hasta la asfixia, presas de un vértigo que hace hablar y silencia a ese tránsito ambiguo entre la razón y aquello que está del otro lado de la razón. En esa frontera, cada dibujo genera un nacimiento que se reitera insistentemente, pasa de una a otra superficie atravesando campos desiertos, espacios en suspenso, espacios densos, en otra esfera, plagados por un aliento de muerte. Porque de la zona en penumbras que es la inasible pulsión de muerte cuya metáfora encarnan esos dibujos, emergen los cuerpos decapitados, los peces o fragmentos de peces extraídos de un estanque negro, los picos, garras, animales rarísimos, tubos, túneles y conductos, las formas gélidamente turbulentas que se apretujan en estas increíbles formaciones. Nada sin embargo alude a materia descompuesta, ninguna entraña, ni jugos, ni músculos ni membrana viva asoma en la enramada de éstas, cómo llamarlas, ¿figuraciones del infierno? La tinta china ha abierto la paradoja de una laboriosa, perfecta acción disecadora. Frío, descarnado teatro de operaciones, de una cirugía calculada milímetro a milímetro con una precisión renacentista, con una tensión magnificente que parece homenajear a Durero, las figuras crecen desde la sombra y se enroscan, se envuelven, se encierran y corroen nutriéndose y mordiéndose unas con otras. Contenida explosión, desolladero, los dibujos de Caty Chervin son también un laberinto iluminado que busca recrear los torrentes imaginarios del Bosco a partir de la fractura, de una poética visual construida desde la destrucción, desde el desquicio, desde un desgarramiento profundo que consigue mediante una íntima, exacta sabiduría de la línea, de esa línea que aflora desde los más oscuros pasadizos de la mente, transformarse en icono. Estos dibujos son, sí, la intransferible figuración de una cadena de fisuras que desconoce límites, cuyos límites se pierden entre los expuestos huecos del propio cuerpo, el que dicta el habla de la mano cuando ésta, fatalmente, debe recurrir al trazo, la tinta china y la hoja de papel. |